El tiempo se hace ignominioso y puede arroparnos con sus aires de mal presagio si lo permitimos.
Cabe preguntarse cómo hacer frente a los avances de la barbarie que crece como una infección letal y va ocupando espacios cada vez mayores del planeta, con ropajes engañosos, con palabras que hablan falso, con músculo servil y enceguecido de soberbia.
Es un caso difícil.
Hubo un tiempo, que quisiera se hubiese esfumado en las tinieblas, en que se institucionalizó el ultraje en nombre de la defensa de naciones imperiales que competían por el señorío de los mares y tierras del mundo.
Los soberanos expedían licencias para que los piratas y los filibusteros, desangelados seres que no conocían sino la crueldad más abyecta y la violencia superlativa, operaran sus naves felonas ondeando los estandartes de esos reinos, como legítimos representantes.
Se denominaban Cartas de contramarca o Patentes de corso y convertían a los delincuentes de todos los mares, en representantes de órdenes imperiales llamados corsarios.
Investidos de legalidad los corsarios saqueaban y mataban invocando los derechos de sus soberanos.
Se convirtieron en una de las plagas más siniestras de su tiempo; prolongado período de indignidad.
A veces sucede que los descuidos de la especie, confiada en las comodidades que los avances del conocimiento van otorgándole - a unos más y a otros menos, admitimos - reviven virulencias que se creían extintas, y se descubre que solamente estaban en latencia.
De repente resurgen las apetencias desmedidas por tierras y mares, por ocupar territorios donde pacen otros, y se reavivan las invocaciones a la seguridad y la protección; se amoldan los argumentos para que la historia justifique la gula de los imperios y les permita usar su fuerza impunemente.
No se trata, como me parece que se quiere plantear, de actos de justicia (una de esas nociones que parecen servir para justificar cualquier tropelía en su nombre).
Se trata de atropello, se trata de abuso.
A los disfraces se les nota lo que son cuando la ebriedad de los disfrazados, borrachos de fechorías, los hace quitarse las caretas, confiados en su poder fatuo.
Y, de repente, plantean construir hoteles turísticos sobre las ruinas y la desolación, sobre decenas de miles de muertos y millones de desplazados; o negociar paz por anexión de tierras ricas; o intentar construir muros imposibles; o satanizar refugiados para perseguirlos sin piedad; o matar gente inerme que podía capturarse sin inconvenientes para saber si cometían delito…
Allí los podemos ver en todo el esplendor de su miseria, espantosos y monstruosos, como son en realidad.
Pasó antes, vuelve a pasar ahora.
Ojalá sea la última vez.