miércoles, 26 de febrero de 2020

TALA...




Si, lo se. Hay gigantes buenos y gigantes malos.
No me quiero ocupar de los malos, porque no vale la pena.
De siempre traigo cuentos donde vencemos la oscuridad con el apoyo de gigantes que parecen despertar en el último momento, para rescatarnos y salvarnos, permitiendo reencontrarnos con la fuerza que nos habita y resurgir para vencer las sombras.
De todos los gigantes, me viene de mi madre, el aprecio por los árboles, señores indiscutibles de la vida en contemplación, anclados a la tierra por propia voluntad, con ese designio sabio de crecer en todos los sentidos, libres de límites.
Los árboles, que duda cabe, son gigantes buenos y generosos. Viven su paz en los arrullos del viento que les acaricia el follaje, porque el viento también es sabio y agradecido. Viven acogiendo vida y siendo hogar y sustento para todas las demás criaturas. 
A mi me regalan alegría, y festejo su existencia con las risas del alma, que deben ser las más prístinas.
Por eso no entiendo la tala. Me parece un acto criminal, una aberración de la conciencia. 
¿Por qué matar a los gigantes buenos? ¿Dónde habita el sentido de segar a quien protege?
Recorro las calles de mi barrio y miro despojos de vidas cercenadas, aserrín que vuela con la brisa, que quiere borrar el daño irremediable. 
Oigo el lamento de pájaros huérfanos, y las hormigas no quieren hablar sobre la magnitud de su pérdida, desempleadas obreras de las fábricas de bienestar.
Se me aprieta el pecho cuando veo un árbol talado.