viernes, 8 de mayo de 2020

"8 de mayo a las 23:00 callan las armas"...

Se trata de un hombre maduro y encumbrado.
Acostumbrado a los privilegios del rango y ranciado de sus hábitos aristocráticos.
Difícil día para el Mariscal de Campo, la amargura se le atraganta.
Ya sin esperanzas, se contempla en el magnífico uniforme orlado por las insignias de treinta y nueve condecoraciones, pilares de su altivez y orgullo.
Va con sus captores a cumplir el último protocolo ingrato de sus días, que fueron gloriosos alguna vez.
Firmará la rendición incondicional…
El ocho de mayo de hace setenta y cinco años, Wilhelm Keitel rubricó, junto con otros dos compañeros, el documento que selló el fin de la Alemania Nazi, derrotada luego de una cruenta y larga guerra que asoló a Europa y nos arropó a todos con su tiniebla.
A partir de ese día una oleada de cuestionamientos y aspiraciones renovadas, iniciaron su recorrido en manos de los sobrevivientes de la catástrofe y el mundo hizo votos por el nunca jamás.
Los prados del hombre volvían a florecer.
El Mariscal Keitel alguna vez escribió desde sus alturas un comentario dentro de sus órdenes inapelables de exterminio y violación de los derechos de los otros: “Nuestro trabajo es suprimir una forma de vida”.
En esta sentencia se resume, en mi opinión, toda la carga de intransigencia que signa a los totalitarismos de cualquier tipo.
Hombres ungidos por la insensatez superlativa se erigen para rescatar a la humanidad de si misma y liberarla de todas sus falencias, para que quienes queden accedan al mundo perfecto que ellos visualizan.
No hay espacio para las disidencias, ni para las diferencias.
Se desatan demonios que recorren la Tierra cuando esos afiebrados llegan a tener poder y lo consolidan.
Ya alguien ha hablado de los vaivenes de nuestra especie. 
Cuando pasa suficiente tiempo y las condiciones de vida se acomodan para unos, quizás en detrimento de otros, la indiferencia comienza a cobrar nuevas fuerzas y, de su mano, vienen la intolerancia y el desprecio, como horrorosos hermanos menores.
Los discursos encendidos en las hogueras de la locura vuelven a resonar, invocando banderas y fronteras, muros y soberanías. 
¡Unos adentro y otros afuera!
Aparecen los visionarios mesiánicos y los rescatadores de patrias.
Y las masas aúllan loas que engordan esos egos, narcotizados por su propio éter.
Vuelve el pandemonio.
La retórica orate va abrazando todo como una hiedra que envenena y pudre la convivencia y la paz.
Pareciera que luego de tres cuartos de siglo de que el Mariscal Keitel firmó la capitulación, para acudir a su destino de cadalso y ahorca unos meses después, aparecen sombras que presagian tiempos de oscuridad.
Debemos oler los aromas del viento y otear el horizonte, atentos a cualquier signo que sugiera amenaza.
Dependerá de nosotros que prevalezca la luz…