Otra noche de insomnio.
No es el calor de este cuarto sin ventanas, ni el tormento usual
por no saber si viene un ascenso o no, cuánta incertidumbre!!. ¿Me meto en el
apartamento nuevo, o espero?, ¿viaje al exterior este año, o Margarita, como
siempre?. No, no es eso lo que me saca del sueño. Es la otra cosa.
Todavía tengo frescos los días de la academia. Los trotes madrugadores,
el orden cerrado. Todavía están conmigo las satisfacciones de las tareas
cumplidas, el orgullo y la altivez del uniforme.
No me olvido de la severidad de los cuadros superiores, ni de las
veces que juré entre dientes, no repetir las vejaciones a las que unos pocos,
borrachos de poder efímero, nos sometían, para “forjarnos el carácter”.
No duermo bien, y no es el cuartel. Es la otra cosa.
Recuerdo las comisiones rurales, que me llevaron desde los Andes,
hasta la profundidad de las selvas de Amazonas. Cómo olvidar las salidas a
expediciones que nos llevaban a conocer la sustancia de nuestra gente, dispersa
sobre el territorio de la patria. La picardía de las muchachas, seducidas por
la aspereza del verde militar.
Luego, las ciudades y los pueblos, las primeras posiciones de
comando. La posibilidad de probar lo aprendido y de llevar adelante las cosas
buenas, con criterio propio, con espíritu castrense. Seguir el camino de
nuestros predecesores justos y enmendarle la plana a aquellos que no lo fueron
tanto.
Siempre me he sentido orgulloso de mi carrera y ostento mi
graduación con sana altanería. Mis hombres me respetan, y me gusta pensar que
me aprecian.
Llevo noches de sueño intermitente y poco reparador. No es el
calor ni la espera por el ascenso, es otra cosa que no se definir bien.
Pienso en mis hijas, ya quinceañera la mayor. Despierto pensando
en ellas y en lo que estarán haciendo. Tengo ya un mes sin verlas.
No he ido a casa, estamos acuartelados. Las únicas salidas son
para llevar los pelotones a reprimir manifestaciones.
Recuerdo las aulas y los profesores disertando sobre estrategia y
táctica, recuerdo los repasos de célebres acciones militares. La preparación
para defender al país, nuestra soberanía.
Recuerdo los polígonos y las clases de armas. Recuerdo las clases
de ética militar.
No duermo bien estos días. Estoy angustiado porque no logro
conciliar mi tránsito de todos estos años, con lo que me toca hacer ahora,
todos los días.
Me despierta el sobresalto en el rostro de un soldado al que
ordeno disparar y a quien le digo que corre peligro frente a un enemigo
decidido a acabarlo. Me despierta un mirar que, en el fondo, no me cree. Es la
expresión subordinada de quien piensa, todavía, que no tiene más remedio que
hacer lo que se le ordena, pero que no está muy convencido.
Creo que le cuesta a la tropa distinguir a ese enemigo en el
torrente de muchachos enardecidos que no parecen tener miedo y que repelen
nuestra fuerza con poco más que piedras, inútiles ante nuestras corazas. Creo
que ya no me creen tanto.
Aquí estoy desvelado y mojado por un tenue sudor que no viene del
calor, es una emanación de mi interior y se posa en mi piel como una película
muy fina. Una película incómoda, que me quita el reposo que necesito y me pone
a dar vueltas sobre el catre.
Pienso desordenadamente, no estoy seguro de que lo que estamos
haciendo sea correcto; no encuentro nada de lo que aprendí todos estos años en
lo que se me pide que haga hoy. Me desconcierta encontrarme en este quehacer
ingrato y distinto a como me gusta verme y ver mi oficio.
En el fondo, creo que aspiro a ser reconocido como un líder
militar. Uno de esos conductores que llevan sus tropas a la gloria, en la
guerra y en la paz.
Creo que lo que me quita el sueño estas noches es que me esté
desviando de ese propósito y que no esté haciendo lo debido para plantearlo
como me enseñaron a hacerlo, con asertividad, sin rodeos.
Creo que no estoy durmiendo bien porque, cuando pienso en mis
hijas, no se si se ufanarán de lo que hace su papá y si tendrán historias de
orgullo para contarle a mis nietos.
No se, y no puedo dormir.