domingo, 10 de noviembre de 2019

9 de noviembre...




Noviembre se dibuja frío en el norte. Comienzan a colarse los vientos helados, y esporádicas nevadas son presagio del invierno que vendrá.
Soplan esos vientos y llaman a conmemorar fechas que tienen grandes significados, digo yo sentado en mi trópico, que observa...
El nueve de noviembre marca dos momentos memorables en el suelo alemán. Uno, en 1938, iniciático de desventuras.
En el terror de la noche de los cristales rotos, la intolerancia y la discriminación se desataron en una tormenta que asolaría al mundo y marcaría a la humanidad irremediablemente.
Esa noche presagió la guerra y el holocausto; millones murieron en el fuego desatado.
Esa misma intransigencia construyó un muro para contener las ideas y las añoranzas de las generaciones que emergieron del terror de aquella guerra. Ciento cincuenta y cinco quilómetros de ignominia cruzaron Alemania para partirla en dos. 
Berlín fue emblema de esa barbaridad que duró veintiocho años, hasta que algún vestigio de lucidez y un afortunado accidente de la historia derribó el hormigón insensato.
A veces, pienso en Europa como en un metrónomo que marca el pulso del mundo y la forma como lo voy conociendo. Es el terreno ancestral donde se decide el destino, el tapiz por donde ruedan los dados definitivos del porvenir...
En 1989, el  nueve de noviembre, cayó el muro vergonzoso, y pareció que Europa marcaba un nuevo ritmo de buenaventura, preñado de esperanzas de un futuro mejor, dejando atrás la mezquindad y procurando mayor equidad para equilibrar al mundo, sabedora de los espantos vividos. Alumbró un porvenir extraordinario para el siglo XXI.
Pero no está siendo así, y la Europa vuelve a parir engendros que mueven los cimientos del futuro que quisiéramos. 
Pareciera que las vitrinas volverán a reflejar camisas pardas y que nuevos albañiles siniestros reiniciarán su labor de demonios.
Habrá que sumar mucha energía y la buena voluntad de millones para conjurar la tentación de nuevos abismos.