miércoles, 29 de diciembre de 2021

El fin de una utopía...


La utopías se equiparan a los sueños, pero con ambiciones colectivas.

Igual que ellos, tienen inconvenientes cuando se intenta llevarlas a la práctica.

Ninguna implementación ha sucedido sin fallas, y eso termina con la ilusión…

Lenín fue un voraz lector de Marx y Engels, creadores de la utopía comunista, tan satanizada por estos tiempos.

Pero en su momento, por allá cuando el inquieto joven leía, la idea de una sociedad de igualdad y justicia, una sociedad sin explotadores ni plusvalías, era fascinante.

Se trataba, además, de un lector ruso. Un hombre ilustrado, dentro de una sociedad atrasada y muy desigual.

Esa idea prendió su intelecto y le permitió concebir una fórmula de acción que prevaleció por encima de las muchas otras tendencias que pujaban por surgir .

De Lenín habría que decir que fue quien materializó la utopía comunista por primera vez.

Su obra fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Una ambición internacionalista lo llevó a concebir que el proyecto bolchevique trascendiera las fronteras de su Rusia natal y se extendiera a naciones vecinas, ya impregnadas de la doctrina. 

En diciembre de 1922, cuatro países formaron la unión, que crecería hasta agrupar quince
repúblicas en los años subsiguientes.

Ya lo dijimos, la implementación de las utopías viene siempre con fallas…

La tentación totalitaria, la interpretación del concepto “dictadura del proletariado” y, por sobre todo, la concepción de que la violencia es una herramienta válida para que los humanos accedan a la plenitud social, dieron al traste con el proyecto leninista.

De su propio seno, ya sumergidos en crisis difíciles de manejar, surgieron las concepciones renovadoras que habrían de sellarle el destino.

El camarada Gorbachov, investido con todos los poderes del estado soviético, planteó sus tesis de Apertura Política (Glasnost) y Reestructuración Económica (Perestroika) a mediados de la década de 1980, con la intención de buscarle soluciones a una situación que ya, después de la Guerra Fría, se hacía insostenible.

Básicamente, el ideal de la libertad propugnado desde occidente, había superado al de la igualdad soviética.

La necesidad de reafirmación nacional, de procurarse soluciones autóctonas, desvinculadas de poderes centrales, prevalecía.

Había nuevos aires en el tiempo…

En diciembre de 1991, hace treinta años, luego del protocolo de Alma-Atá y la renuncia de Gorbachov, el Soviet Supremo de la URSS disolvió la unión, dando fin a un experimento social de setenta años.

¿Qué nos dejó?

No estoy capacitado para responder.

La complejidad de las transformaciones que la URSS introdujo a la humanidad, sobrepasa mis competencias de analista amateur.

Pero confío en que la experiencia haya servido para reafirmar que nuestra especie requiere del libre albedrío para progresar y que no existe poder suficiente para someternos indefinidamente, porque hay una fuerza equivalente entre la intención de subyugar y la voluntad de resistir.