lunes, 23 de septiembre de 2019

Escucha


La vida, cuando se va prolongando, nos muestra novedades. 
A quienes nos criamos en las disciplinas de occidente, sometidos al imperio del racionalismo más extremo, la revelación de la escucha es el equivalente a abrir un cofre de tesoros insospechados.
Los años pueden mostrarnos el valor superior de ese acto de entregarnos al otro y dejar que el vaivén de sus sonidos y de sus gestos nos envuelva y nos muestre lo que quiere, nos revele sus propósitos y nos deje ver su corazón, por decirlo de alguna manera.
Siento que, desde una perspectiva racionalista, ese es un acto temerario porque significa renunciar a la seguridad de los propios pensamientos y creencias; esos que se vienen depositando en capas interminables en nuestra mente (y quizás en nuestro espíritu) bajo la forma de conocimientos o convicciones. ¡Es como quitarse la armadura en pleno fragor de la batalla!
Pero resulta que no, que el tiempo enseña que por muy torvos que parezcan los propósitos de los demás, no son ni menos ni más que lo que los nuestros pueden parecerles a ellos. 
Todo es cosa de perspectiva y del ángulo desde donde nos coloquemos para observar.
Ya lo dijo alguien antes: Todo se ve según el color del cristal con que se mira…
Siento que, en el fondo, el asunto es un juicio de las intenciones del otro, y una cierta ceguera particular sobre nuestros motivos, lo que dificulta nuestras posibilidades de acuerdo y, por lo tanto, de avance.
El mundo que regimos los humanos se tambalea más allá de las opiniones de cualquiera. 
Tenemos crisis ecológica globalizada, el oriente medio se asoma de nuevo al abismo del conflicto nuclear; nuestra región, siempre distraída, quiere hablar de derechas y de izquierdas, y en la vieja Europa renace la intolerancia.
De vez en cuando, digo yo, habría que detenerse en una plaza, frente a la fronda de un árbol grande, sentir la brisa colarse y mirar al otro. Tratar de distinguir lo que esa mirada pueda devolvernos.
Quizás allí esté nuestra salvación.