martes, 10 de agosto de 2021

Don Rómulo...




Lo vernáculo es, a mi entender, la vinculación consustancial del hombre con su entorno inmediato.

Hay una especie de simbiosis en la que sería fatuo intentar separaciones. 

El hombre y el paisaje terminan siendo un todo indivisible, que se expresa en el lenguaje de una forma especial, que le otorga su identidad.

A Rómulo Gallegos lo miro así. 

Su nombre viene a mí como la expresión de lo vernáculo venezolano.


No puedo diferenciarlo de esta tierra.


Su ser se desplazó por innúmeras facetas de nuestro gentilicio, que fue permeándolo desde temprano en la vida; forjándolo en la venezolanidad más sólida.


Gallegos, no tengo dudas, era Venezuela. 


Era la Venezuela del siglo XX.


Desde joven soñó con un país mejor para todos y trabajó toda su vida en frentes diversos para aportar a la construcción de ese sueño. 


Lo hizo como educador, como escritor y como político, entregado como pocos a cada rol.


Tenía madera, como decimos por aquí.


Podría bastar asomarse a su obra literaria; sobre todo su brillo de novelista, que supo fundir la tierra y el hombre para mostrarnos lo nuestro.


O podría uno buscarlo dirigiendo las aulas donde se formó una generación de adelantados lúcidos y audaces.


O, también, pensarlo como el primer presidente constitucional civil, electo por voluntad popular, de ese siglo XX venezolano; azaroso por demás...


Hoy queda auscultar sus actuaciones.


Releerlo, no solo en su propia letra, sino en la de sus múltiples analistas y estudiadores.


Encontrarlo también en las hechuras de sus alumnos y de sus seguidores, o en las reseñas de su estoicismo civilista y civilizador.


Agosto es el mes de su aniversario. 


El dos de este mes hubiese cumplido ciento treinta y siete años; digo, ¡como si la biología diera para tanto!


Saber que esta tierra ha parido gente así, es motivo para no perder la esperanza.