domingo, 7 de noviembre de 2021

El sentido nacional


I


El río de la nacionalidad fluye como los ríos viejos, que ya pulieron cada piedra en su trayecto y socavaron sus cauces como escultores sabidos.

Pero esa consolidación, a la que llamamos nación, y que invocamos casi siempre con orgullo, no es cosa de haber aparecido de repente. 

Más bien es, quiero pensar, la última estación de un camino, ese si, preñado de sobresaltos.

Hay tiempos tribales, hay enfrentamientos y rivalidades.

Hay momentos de acuerdo sobre asuntos que poco tiempo antes parecían irreconciliables.

De ese torbellino nace el gentilicio, la nacionalidad.

Se trata del tejido complejo que nos reúne alrededor de lo que va más allá de las discrepancias cotidianas, y nos funde.

Se traslada a nuestras preferencias, a nuestro sentido de pertenencia, a nuestra integración con una tierra que proclamamos nuestra. 

Y nos apropiamos sicológica y espiritualmente de un espacio físico, de unas costumbres y unos gustos que reposan sobre nosotros como una bruma perfumada.

Queremos nuestra tierra, apreciamos nuestras costumbres y nos enorgullecemos de las manifestaciones de nuestra cultura local.

El sentido nacional es un pivote fundamental de la noción de país.

Si se quebranta, los países pueden generar crisis terribles y desembocar en guerras fratricidas que los disuelven, dejando siempre heridas profundas, de las que no cicatrizan fácilmente.

Pienso que uno de los desafíos esenciales de la política es asegurar esa cohesión, por encima de todo.

Un político que divide, que atenta contra el sentido nacional es, en mi opinión, o un incompetente, o un imbécil.

Esto no quiere decir que no existan opiniones y proyectos diferentes en relación con el desarrollo de las posibilidades nacionales y cómo emprenderlas.

Significa que el espacio de las diferencias debe ser de adversarios, no de enemigos.

La diferencia no es sutil. 

Tiene que ver, justamente, con el reconocimiento de que operamos sobre un tejido común, o no.

Sobre un interés nacional, es decir, de todos; por encima de lo que nos separa circunstancialmente en un momento dado de nuestra historia. 

El decurso del río que mencioné al principio.


II


El río de la nacionalidad venezolana ha cruzado varios recodos de cuidado.

En uno de ellos, en 1947, la voluntad política de un pueblo amplio, invitado a comparecer, eligió a Rómulo Gallegos para presidir el país.

El hombre aglutinó un caudal impresionante de votos, porque concentró en su persona, la representación de un partido que en aquel momento encarnaba en una proporción inmensa el clamor popular y estaba enraizado en el sentir del pueblo en todo el territorio. 

Pero también por su propia imagen, por lo que representaba, más allá del político avezado.

Don Rómulo no era un renombrado escritor cualquiera. Era el autor de novelas que retrataban nuestra nacionalidad.

Era un venezolano integral y creo que eso jugó un papel adicional en su elección. 

El pueblo votó por la venezolanidad, por decirlo de alguna manera.


III


El momento fue una fiesta, el triunfo era de todos.

A Juan Liscano le correspondió organizar parte de las celebraciones.

Venía él de desarrollar una sensibilidad particular que lo entrañaba con las raíces de la nacionalidad de manos de un coplero de la Colonia Tovar, de su infancia pegada a la tierra de las haciendas en lomos de las mulas de su familia y de un recorrer el país con una grabadora para capturar las manifestaciones populares de todas partes.

Sabía Liscano de la importancia de acercar a la capital, el centro del poder, las manifestaciones autóctonas de cada región de ese país que se aglutinó alrededor de la figura de Gallegos.

Él sabía que era necesario vincular más el sentimiento de nación, sospechando quizás la fragilidad del proceso que se iniciaba. 

Montó en el Nuevo Circo de Caracas, iniciando 1948, la Fiesta de la Tradición, en el marco de los actos de la toma de posesión del presidente.

Un encuentro de cultores venidos de cada rincón de Venezuela, para compartir sus expresiones y dejarlas hermanarse siendo, como lo eran, partes de un tapiz indivisible que se llamaba Venezuela.

Fue la primera vez que nuestro país pudo verse y reconocerse junto en un solo sitio. 

Se dice que cada día que duró el espectáculo, el aforo alcanzó el tope de cinco mil espectadores que caben en el recinto.

La resonancia del evento, impulsado además por la exaltación de civismo de esa jornada, fue celebrada y comentada internacionalmente.

A su manera, Liscano fue tejedor de esa venezolanidad que sentimos tan entrañablemente.


IV


Creo que no debemos, que no podemos olvidar la importancia del sentido nacional.

Creo que debemos mirar por encima de cualquier mezquindad o juicio de valor que pudiera erosionar un logro tan precioso.

Son tiempos difíciles los que estamos viviendo y es posible que las desventajas en que estamos sumidos nos impidan reconocer la urdimbre de nuestro tejido.

Aun los ríos viejos, con sus aires apacibles, llevan corrientes de fondo y a la vuelta de algún recodo pueden mostrarnos raudales inesperados que pueden comprometer la navegación…